miércoles, 13 de noviembre de 2013

Imagen e identidad en la promoción de las ciudades turísticas.



En una visita reciente al Palacio de la Diputación Provincial de Zamora, un edificio a medio camino entre el historicismo y el modernismo, me venía a la cabeza como muchas ciudades luchan contra su imagen en pro de una modernidad que resulta ajena a sus ciudadanos, a sus instituciones y a la identidad de la ciudad. En este caso concreto, una ciudad marcada aún por el historicismo del siglo XIX ha visto como en los últimos años se sucedían los eslóganes que la promovían como ciudad líquida, gayfriendly o desconocida con una imagen moderna y vanguardista completamente alejada de la realidad de una ciudad que aún hoy guarda un gran parecido con la Vetusta de Clarín.

Pero esto no es algo limitado a la particular Zamora, la gestión de la imagen de una ciudad como pantalla de promoción al turismo es una de las herramientas principales de los Ayuntamientos para la captación de visitantes. Y es que por mucho que se quiera la imagen de la ciudad no se puede generar, cada ciudad tiene la suya como resultado de la cultura que sus ciudadanos han generado a lo largo de su historia. Por ello cuando Ayuntamientos, concejalías y consejerías se empeñan en rediseñar la imagen de una ciudad acaba siendo un disfraz.

En ese afán de rediseñar la imagen la tendencia actual es ser una ciudad de vanguardia -un carácter para el que se requiere mucha inversión previa en cultura y desarrollo de la sociedad-. Toda ciudad que se precie ha de tener en su urbanismo ejemplos de arquitectura de vanguardia, aunque ello no nazca de la inquietud de su sociedad sino de la chequera de las arcas públicas, y si en el proceso se pierde algún edificio histórico será por el bien de la modernidad -como cuando se perdieron los recintos amurallados a principios del siglo XX-.

La falta de respaldo en la sociedad de esa imagen de modernidad hace que muchas de las propuestas más contemporáneas de los Ayuntamientos no sean más que trampantojo o en lenguaje más “vanguardista” puro postureo. Todo ello resultado del afán de copiar –que no aplicar, que es mucho más trabajoso y da mejores resultados- modelos de éxito conocidos en otros lugares. ¿Qué ciudad no querría ser tan moderna como Berlín o Londres, o mirando más cerca Barcelona?

Las ciudades son lo que son y desarrollar los valores propios de la ciudad siempre dará más resultado que impostar modelos ajenos a la idiosincrasia de su sociedad, por arcaicos que sean estos valores. Al final vender modernidad donde no la hay solo genera expectativas insatisfechas, y eso devalúa la imagen de una ciudad mucho más que la promoción de su carácter más tradicional.


La banalización de la imagen de una ciudad, y por ende de su cultura, conduce a la estandarización de una cultura globalizada en lo que lo propio y tradicional se arrincona por castizo y apolillado pero donde las iniciativas más contemporáneas tampoco encuentran salida frente a las programaciones “oficiales”. Al final se genera una imagen comercial de una modernidad ficticia que en nada colabora al desarrollo cultural de la ciudad ni a su aprovechamiento turístico y rara vez pretende fomentar las nuevas expresiones artísticas.

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