En una
visita reciente al Palacio de la Diputación Provincial de Zamora, un edificio a
medio camino entre el historicismo y el modernismo, me venía a la cabeza como
muchas ciudades luchan contra
su imagen en pro de una
modernidad que resulta ajena a sus ciudadanos, a sus instituciones y a la
identidad de la ciudad. En este caso concreto, una ciudad marcada aún por el
historicismo del siglo XIX ha visto como en los últimos años se sucedían los
eslóganes que la promovían como ciudad líquida, gayfriendly o
desconocida con una imagen moderna y vanguardista completamente alejada de la
realidad de una ciudad que aún hoy guarda un gran parecido con la Vetusta de
Clarín.
Pero
esto no es algo limitado a la particular Zamora, la gestión de la imagen de una ciudad como pantalla de promoción al
turismo es una de las herramientas principales de los Ayuntamientos para la
captación de visitantes. Y es que por mucho que se quiera la imagen de la
ciudad no se puede generar, cada ciudad tiene la suya como resultado de la
cultura que sus ciudadanos han generado a lo largo de su historia. Por ello cuando Ayuntamientos,
concejalías y consejerías se empeñan en rediseñar la imagen de una ciudad acaba siendo
un disfraz.
En
ese afán de rediseñar la imagen la tendencia actual es ser una ciudad de vanguardia -un
carácter para el que se requiere mucha inversión previa en cultura y desarrollo
de la sociedad-. Toda ciudad que se precie ha de tener en su urbanismo ejemplos
de arquitectura de vanguardia, aunque ello no nazca de la inquietud de su
sociedad sino de la chequera de las arcas públicas, y si en el proceso se
pierde algún edificio histórico será por el bien de la modernidad -como cuando
se perdieron los recintos amurallados a principios del siglo XX-.
La
falta de respaldo en la sociedad de esa imagen de modernidad hace que muchas de
las propuestas más contemporáneas de los Ayuntamientos no sean más que
trampantojo o en lenguaje más “vanguardista” puro
postureo. Todo ello resultado del afán de copiar –que no aplicar, que es
mucho más trabajoso y da mejores resultados- modelos de éxito conocidos en
otros lugares. ¿Qué ciudad no querría ser tan moderna como Berlín o Londres, o
mirando más cerca Barcelona?
Las
ciudades son lo que son y desarrollar los valores propios de la ciudad siempre
dará más resultado que impostar modelos ajenos a la idiosincrasia de
su sociedad, por arcaicos que sean estos valores. Al final vender modernidad
donde no la hay solo genera expectativas insatisfechas, y eso devalúa la imagen
de una ciudad mucho más que la promoción de su carácter más tradicional.
La
banalización de la imagen de una ciudad, y por ende de su cultura, conduce a la estandarización de una cultura
globalizada en lo que lo
propio y tradicional se arrincona por castizo y apolillado pero donde las
iniciativas más contemporáneas tampoco encuentran salida frente a las
programaciones “oficiales”. Al final se genera una imagen comercial de una
modernidad ficticia que en nada colabora al desarrollo cultural de la ciudad ni
a su aprovechamiento turístico y rara vez pretende fomentar las nuevas
expresiones artísticas.
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